La tormenta y el derecho.

Foto: La Tercera

El país atraviesa una severa tormenta de mal tiempo. Se destapan escándalos, las elites se inquietan al verse sometidas al rasero de la justicia y la ciudadanía desconfía de las instituciones que han garantizado libertad y progreso al país. Surge en boca de todos la pregunta clave en cualquier encrucijada política y que Lenin inmortalizó: “¿qué hacer?”

Lo primero que hay que tener en cuenta es que nos encontramos en medio de un mar proceloso. Este cuadro nos acompañará por un tiempo. Nada indica que venga la bonanza. Lo segundo, es que parte importante del curso de los acontecimientos depende de los fiscales y los jueces, que en situaciones como la actual cobran un protagonismo indiscutido. De sus decisiones pende el rumbo del país. ¿Hasta dónde se extenderán sus investigaciones? ¿A quiénes más formalizarán? Y los ciudadanos se preguntan si las instituciones funcionarán correctamente o sucumbirán a presiones de diversa índole.

En estas circunstancias es fundamental que el derecho opere en plenitud, que se conozca la verdad de lo ocurrido y se aplique la ley a quienes resulten responsables de irregularidades o delitos, según corresponda. Puede ser difícil, incluso amargo para muchos, pero no hay otro camino. Si, por el contrario, las instituciones se entrampan o caen en estériles contiendas de competencia, entonces sí que la tormenta se agiganta. Nada se resuelve y se pierde el rumbo.

La crisis de la Iglesia por los escándalos de pedofilia así lo demuestra. Se equivocaron quienes por salvar a la institución ocultaron o negaron los hechos e intentaron proteger a los responsables. Hasta que el actual Papa Francisco puso en práctica la política de tolerancia cero. Otro tanto ocurrió en el Ejército cuando se comenzaron a conocer las violaciones a los derechos humanos, como el arrojamiento de presos políticos vivos o muertos al mar, y que por el prestigio de la institución desconocieron los hechos y negaron la información. La institución al final tuvo que asumir la verdad y sus consecuencias.

El imperio del derecho asegura que el sistema político y el mundo empresarial puedan superar la tormenta actual. Debemos aprender de la forma en que el país enfrentó la crisis del 2003, donde sin interferir en el curso de la justicia supo alcanzar los acuerdos necesarios para elevar los estándares de probidad en la vida pública, corrigiendo prácticas indebidas. En esa ocasión hubo personas que supieron resolver el desafío y pusieron en juego su cargo y su prestigio en la búsqueda de soluciones adecuadas. Y esas personas salieron fortalecidas.

La fórmula es simple: fiscales y jueces ocupados del pasado, políticos corrigiendo el rumbo del futuro.

Hoy nos encontramos en una coyuntura análoga, con la diferencia de que la ciudadanía es más exigente con sus autoridades y con las personas que ejercen cargos de dirección económica. Lo vemos en todas partes. Últimamente en Brasil. Quieren que se rinda cuenta. Nadie en una democracia es dueño de un poder que le fue confiado por un período, y la gestión económica debe también ajustarse a la ley para que cumpla cabalmente su función en la sociedad respetando a trabajadores, consumidores, medio ambiente y competencia en el mercado.

Chile saldría fortalecido si en esta ocasión las instituciones ajustaran estrictamente su actuar al mandato de la ley y la Constitución, y si el mundo político fuera capaz de originar nuevas normas para resguardar mejor la probidad y la transparencia. Pese al ofuscamiento que produce la tormenta, seríamos capaces como país de conservar e incluso acrecentar nuestro prestigio como nación que tiene como uno de sus valores públicos la probidad.